Salgo con tiempo, quiero ir tranquila, sin correr.
Ya en la parada del colectivo una pareja mayor que
estaba esperando a unos pasos de donde yo me ubiqué se acerca con disimulo. El
señor me pregunta si hace mucho que espero, le contesto que no, que recién
llego con la convicción de que él ya lo sabía. Murmuran entre sí.
El colectivo no viene y ahora es tarde.
El colectivo no viene y ahora es tarde.
El señor para un taxi y me invita a subir con ellos.
Ella no parece tan convencida pero asiente cuando les pregunto si están seguros
que quieren que los acompañe (qué buena forma de terminar esta semana que ha
sido por demás extraña; todavía hay gente amable; podrían ser mis abuelos… parlotea mi cerebro) y yo subo adelante para
que vayan más cómodos.
Debo reconocer que me llamó más la atención la cara
de sorpresa y fastidio del taxista cuando le pedí que por favor despejara el
asiento de al lado suyo que la invitación en sí misma. (¿Tendré que ofrecerles
compartir el gasto? Yo no les pedí venir ni que me alcanzaran… sigue la
cháchara cerebral.)
Me pongo a charlar con el chofer sobre adónde voy,
el curso que estoy haciendo, el cigarrillo ya que veo un paquete sobre la
luneta (que por cierto está demasiado cerca, podría haber corrido el asiento
para atrás este tipo, llega a pasar un accidente y yo salgo volando por el
parabrisas…).
Repentinamente él frena, me mira, mira el reloj,
vuelve a mirarme.
Me doy vuelta para preguntarle a “mis viejitos” si
necesitan ayuda pero atrás no hay nadie. Asiento trasero vacío, completamente
vacío.
Vuelvo a mirar al taxista y… le pago (menos mal que
traje plata por las dudas…).
Compro un jugo en el kiosco.
No me siento bien.
Logro entrar al curso.
Texto:
Laura Ramírez Vides
Fotografía:
Mariana Salcedo, http://www.flickr.com/photos/maisalcedo/.
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