domingo, 15 de agosto de 2010

El Teatro Maldito


Recuerdo como si hubiera sido ayer aquella noche de invierno en que estábamos mi madre y yo en el campo, tomando chocolate caliente en el alero de casa; emponchadas como si estuviéramos en la Antártida en vez de en la provincia de Buenos Aires, con la sensación de que siempre había llovido y que seguiría lloviendo por siempre como si ese hubiera sido el único clima por nosotras conocido.

Aburridas, después de haber descifrado cientos de crucigramas, hablado de casi todos los temas, jugado todos los juegos de mesa aprendidos; compartiendo simplemente el silencio, el arrullo de la incesante lluvia; disfrutando de las esporádicas interrupciones de los relámpagos que iluminaban la noche cerrada anunciándonos la proximidad del trueno y aliviando la monotonía que nos embargaba a la vez de ser todo un presagio de continuidad.

Esa fue la noche en que mamá me contó la leyenda que su madre le había relatado cuando niña.

Según mi abuela Vasca, en un pequeño poblado ubicado en algún impreciso lugar de Navarra existió un teatro muy particular, tan especial que hizo que ese pueblo, por cierto tiempo, fuera conocido en toda España.

Lo llamaban el Teatro Maldito; ni embrujado, ni poseído, ni encantado, sino maldito. Así lo denominaron impulsados por el terror que les provocaba que ese lugar tuviera vida propia. Si bien puede ser aceptable la idea de un edificio embrujado, poseído o encantado, aún para un escéptico; el tratar de asimilar que un teatro vibrara, sintiera, pensara, decidiera, era demasiado para los pobladores del lugar, inclusive para los creyentes de lo oculto.

Decían que El Maldito se apropiaba en cierta forma de las voces de los actores. No era que los enmudeciera sino que determinadas líneas o frases pronunciadas en él no podían volver a ser repetidas. Ninguno de los actores pudo jamás explicarlo. No podían precisar si lo habían olvidado, si recordaban las líneas pero no podían pronunciarlas. Al preguntarles al respecto, todos indefectiblemente callaban; su mirada perdía vida; como si en el mismo instante en que la pregunta se formulaba su mente se pusiera en blanco, se vaciara.

Don Antonio, el portero, que era a su vez el acomodador, el boletero, el encargado de mantenimiento y el sereno del lugar se había convertido en su portavoz. Era definitivamente quien más lo conocía y entendía. Aseguraba que el teatro elegía sus botines según las formas del decir que podían distinguirse entre: palabras débiles que mueren instantes después de haber sido pronunciadas; líneas delgadas que flotan unos segundos para ir desintegrándose, desvaneciéndose hasta desaparecer; y frases con cuerpo, peso propio, contenido, que permanecen en el aire llenando la sala, que cuando llegan a los espectadores los tocan, los abrazan, los hacen temblar invadidos por la vibración del sonido. Y eran justamente estas últimas las que el teatro amaba, las elegía cuidadosamente y simplemente se quedaba con ellas.

Don Antonio afirmaba que las escuchaba resonar cuando recorría el lugar; es más, aseguraba que muchas veces, en sus noches de sereno, por medio de estas voces el teatro lo había despertado de su sueño prohibido para avisarle algún imprevisto o accidente. Los lugareños comenzaron a alertar a las compañías de teatro y, si bien al principio la mayoría reaccionaba con risas displicentes, actitudes incrédulas impulsados por el escepticismo y arengados por los refutadores, poco a poco, éstas comenzaron a elegir no presentarse en él, movidas más por la superstición que por la creencia de la leyenda.

Contra toda lógica, la ausencia de obras en el teatro lo embellecía. Hacía años que no se hacían reparaciones de importancia, ni mantenimiento alguno más que lo básico y suficiente para evitar derrumbes, solapar goteras, pasar las inspecciones de habilitación y así seguir funcionando. Don José era uno de los más asombrados, claro, era el encargado de todo lo que se hiciera en el Maldito y él sabía muy bien que no había encerado los pisos aunque cualquiera pudiera reflejarse en ellos claramente, ni retapizado las butacas aún cuando lucían como estrenando terciopelo de la mejor calidad y siempre habían sido de pana barata, ni pintado el interior ni exterior y menos aún retocado las molduras. Sin embargo, El Maldito brillaba, como si cual imán estuviera llamando, atrayendo a una gran víctima.

Así, reluciente como nunca antes, acogió en su escenario al que fuera, en ese momento, el mejor actor dramático de toda España, convencido que nada ni nadie podría con su arte, con su dejar el alma cada vez que la vida lo ponía sobre las tablas.

Fue una noche fantástica; una actuación memorable; que al finalizar dio paso al gran horror. Al verse, el gran actor reducido a un estado casi catatónico; al descubrir que había dado todo en esa función y que El Maldito se había quedado con casi todo lo que él era, enloqueció, y comenzó a vagar sin rumbo tratando de mitigar tanto dolor, de llenar ese gran vacío, probando con cuanta cosa le ofrecieran: drogas, hechizos, alcohol, yuyos, magia; se dice que hasta trató con un exorcismo. Todo fue en vano y una fatídica noche, totalmente resuelto a terminar con su tormento, volvió a El Maldito y lo incendió; quedándose dentro, en el centro del escenario donde todo había comenzado.

Dicen que esa noche, además de la risa profunda y descontrolada de quien fuera su última víctima convertido ahora en victimario, podían escucharse, por sobre el crepitar del fuego, todas las frases, líneas y palabras que El Maldito había robado y apresado. El fuego limpia y libera –comentaba por lo bajo la vieja curandera-; se acaba el mundo –gritaba el loco del lugar-; Don José era el único que sollozaba en silencio.

Todos se arrimaron a ver el final de El Maldito. Nadie hizo nada por apagar el fuego, pero los testigos del incendio –casi todo el pueblo- aseguraban que bajo las ruinas y cenizas pudo verse una gran cantidad de agua. Ellos afirmaban que eran lágrimas. Que El Maldito se había ido llorando.

Mi madre terminó el relato y sin hacer comentario alguno, en silencio, se fue a dormir. Jamás volvimos a hablar del tema. Pero me resulta inevitable, cada vez que una gran tormenta me acecha, recordar la leyenda de El Maldito y mientras un escalofrío recorre todo mi cuerpo, una sonrisa siniestra se dibuja en mi cara.


Texto: Laura Ramírez Vides, de: "Leyendas apócrifas" (inédito)

Fotografìa: Fabián San Miguel,

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